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Mostrando entradas de abril, 2017

Me acuerdo....

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       Para los desmemoriados como yo, recordar es un lujo. La vida se va llenando de pasado y los recuerdos son tesoros. Entre otras imágenes,  me vienen estas. Hay más,  pero me las reservo.😊  • Me acuerdo del día que murió mi bisabuela Aniceta. La velaron en casa y los niños, que no teníamos con quién quedarnos, estábamos en la cocina, con órdenes claras: nada de ruido y sin salir. Nos dieron para merendar una caja de galletas de esas de dos pisos, que sólo se abrían en ocasiones especiales, que contenían barquillos de chocolate envueltos en papel de colores brillante, por las que nos peleábamos todos, dejando las que no tenían ninguna gracia para el último que llegara y haciendo trampa con la capa de abajo, aunque teníamos prohibido empezar la segunda hasta que no hubiésemos acabado la superior.  • Me acuerdo de los bocadillos de pan untado con mantequilla y espolvoreado de chocolate de La Herminia rallado encima.   • Me acuerdo de unas katiuskas rojas y un paraguas t

Milines

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         En las ciudades,  dicen algunos, que no se lleva lo de los vecinos.  Dicen los mismos que es cosa de pueblos y de antes. Puede ser.     Criada en pueblo, dejábamos la puerta abierta de casa desde que llamábamos al timbre hasta que llegábamos arriba, sin miedo a intrusos; merendábamos si hacía falta en casa de Rosario y Aurelio, los vecinos de puerta, cuando en casa se iban a algún recado urgente; gritábamos desde la calle: "Mamá,  tiranos el bocadillo, o la goma de saltar, o la chaqueta"; pedíamos azúcar y sal, pero también sillas en Navidad, una niñera ante una emergencia y si hacía falta cama para familia llegada de las Américas.         Pero en la ciudad, o al menos en algunos barrios de tiendas pequeñas y bares conocidos donde dejar recados, también con suerte, se encuentran vecinos. Y por eso hoy, le hago un pequeño homenaje a la mujer del noveno, a Emilia, o Milines, como ella prefería.                Conocimos a Milines al poco de llegar aquí y no

Tardes de sábado

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     Hay un café en Gijón que a pesar de los cambios que la vida le ha impuesto, sigue manteniendo ese encanto de café viejo. Un local de esos en los que a la consumición le acompañan un comestible y cháchara. A pesar del lavado de imagen que le han querido dar los nuevos regentes, siguen manteniendo entre sus clientes fijos a las personas de una cierta edad.        Hay grupos de señoras con solera.  Gastan pintalabios grasos de color cereza y abultados peinados conseguidos con rulos prietos y laca; señoras de esas que cada sábado y domingo abren sus joyeros repujados y buscan un collar de perlas heredado o una pulsera que en su día fue regalo de un marido que las ha dejado viudas.  Consumen un café pequeño o si se estiran, un chocolate con churros, que a la hora oportuna, será su merienda-cena, ese concepto tan de antes, tan de siempre. Revuelven el azúcar con parsimonia, permitiéndose perder un tiempo que cuando eran más jóvenes les agobiaba. Y mientras giran la cucharilla un